2020 será un año para recordar. Un enemigo minúsculo  ha puesto al mundo al mismo lado de la batalla. Países ricos y pobres se han alineado contra un enemigo común. Una pandemia que no solo ha colapsado los sistemas sanitarios de todo el mundo, sino también la economía global. 

Todos los países deberán hacer un esfuerzo para responder a una pandemia que no afectará por igual a todas las economías. Por ahora, el mundo se ha alineado de forma temporal para luchar contra un enemigo común, y para ello, cada país debe trabajar en una hoja de ruta que no solo pase por detener la epidemia, sino también por reforzar el sistema de salud pública o proteger a las poblaciones más vulnerables.

Dentro de estas poblaciones con menos recursos para hacer frente a la pandemia se encuentran los países pobres o los campos de refugiados que provienen de países azotados por conflictos, desastres naturales o cambios climáticos. Está claro que el campo de cultivo de propagación del virus, como la higiene o el distanciamiento social, es un reto en estos asentamientos, en los que muchas veces no hay ni siquiera acceso a agua corriente. 

Pero no tenemos que salir de nuestro país para ver cómo esta crisis puede afectar a sectores de la sociedad a los que ya de por sí les resulta muy complicado acceder a oportunidades básicas en sus países de destino. 

Para los desplazados y migrantes sin papeles, las oportunidades laborales, que ya de por sí son escasas, se han reducido casi a cero con la llegada de la pandemia. Sin trabajo, no hay dinero, y sin papeles no hay posibilidad de solicitar subsidios. 

Pero esta crisis global no solo ha reducido la oferta de empleo. En algunos sectores, la mano de obra extranjera es un activo importantísimo, y el cierre de fronteras ha puesto en valor la importancia de este perfil de trabajador. Las campañas estacionales de recogida de frutas y verduras son un ejemplo de valor de la mano de obra extranjera. Durante la pandemia, se ha creado una necesidad de unos 80.000 trabajadores para que las cosechas no se perdiesen. 

En este sentido, el COVID 19 ha enseñado a algunos países la importancia de los trabajadores extranjeros en su sistema laboral. Portugal, por ejemplo, anunció en marzo una regularización de inmigrantes sin papeles, apelando no solo a razones económicas, sino también de ética social. 

¿Podría ser esta pandemia un escenario para que los países desarrollados se replanteen sustituir el discurso de la movilidad como amenaza o un coste añadido para considerarlo una oportunidad tanto para los países de origen como los de destino?

 

Autora: Sandra Lema Alvarellos

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