“Nuestro mundo se enfrenta a un enemigo común: el COVID-19. Este virus no entiende de nacionalidad ni de etnia, facción o fe. Ataca a todos, sin tregua.” — António Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas.

Hace unos días, el actual Secretario General de la ONU lanzaba una petición de paz al mundo para ayudar a frenar la expansión del Coronavirus. Si bien es cierto que la pandemia asola la Tierra sin tregua, también son los más vulnerables quienes pagan el precio más elevado. Los que se quedan, de nuevo, atrás.

En el momento de la redacción de este artículo, la Organización Mundial de la Salud informaba que los casos detectados de coronavirus en todo el planeta superaban la barrera del medio millón. Si los países desarrollados que disponen de sistemas de salud arraigados y eficientes están  , ¿qué no hará tambalear el COVID en campos de refugiados? ¿En países donde ya se viven crisis humanitarias, acuciadas por los conflictos, los desastres naturales y el cambio climático?

Resulta evidente que el mar de personas que vive bajo endebles cubiertas de plástico o hacinado en asentamientos donde ni siquiera hay agua, no puede protegerse ni de la forma más sencilla: lavándose las manos y aislándose en sus hogares. Lo que no resulta tan evidente son las medidas que deberían tomarse para paliar —ya que erradicar de momento no es una opción— los resultados de esta crisis sanitaria.

La respuesta   parecen no tenerla países como Grecia, cuyo gobierno decretaba el viernes 27 un paquete de medidas adicionales “para contener el riesgo de propagación del coronavirus en los campos de refugiados de las islas del Egeo”. Precisamente entre estas medidas la más sonada consistía en restringir aún más la libertad de movimiento de los solicitantes de asilo, puesto que “aquellos que hubieran visto su petición de protección internacional aceptada no podrían salir de los campos hasta el 31 de mayo”. Pero la situación de los refugiados congelada no solo se queda en Europa: el desabastecimiento de los hospitales y la falta de médicos en los campos de refugiados saharaui, por ejemplo, hace que la pandemia les afecte de una manera mucho más agresiva.

Es una fórmula mortal que se está dando en todos los campos de refugiados del mundo: al amontonamiento humano se le añaden las infraestructuras médicas insuficientes, la ya nombrada falta de agua y la siempre presente suciedad.

Como nota, quizá menor, también es importante mencionar el agravamiento que han tenido la xenofobia y el racismo —incluso a nivel institucional— a consecuencia de esta crisis sanitaria mundial. Viktor Orbán se ha escudado en el coronavirus para dejar de aceptar migrantes en las fronteras húngaras. Donald Trump remarcó en una rueda de prensa la semana pasada que nos estábamos enfrentando al “virus chino”, echando más leña al fuego de su habitual discurso de odio.

En este escenario de miedo —una situación de incertidumbre con pocos precedentes en la Historia cercana— puede ser fácil dejarse arrastrar por la xenofobia para poner el foco de culpa en “los otros”. Pero debemos permanecer sensatos, escuchar a fuentes oficiales fiables y recordar que no debemos caer en la tentación de crear chivos expiatorios —sobre todo, en los que poco tienen para defenderse—.

Desde Acampa Madrid, pedimos a la ciudadanía que se arrope pese a las diferencias, bajo unos mismos valores en igualdad y solidaridad. También nos unimos al llamamiento de António Guterres a los Gobiernos para prestar ayuda a los más vulnerables. No solo es un imperativo moral, sino que redunda interés en todos, puesto que el apoyo a la ayuda humanitaria es imprescindible para la seguridad, la paz y la sanidad a nivel global.

Que no se vuelvan a quedar atrás.

Autora: Irene Castresana Lasanta
Fecha: 29/03/2020

 

 

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