18 de agosto de 2020, comienza en Mali un golpe de Estado. Un grupo de militares se dirige por la mañana a la base de Sundita Keita de Kati y se hacen con el armamento. Irrumpirán con blindados en la capital, Bamako, y se posicionarán en lugares estratégicos alrededor de la ciudad (Ministerio de Defensa y Jefatura de las Fuerzas Armadas entre otros puntos).

Los militares se dirigen seguidamente a la casa del presidente, Ibrahim Karim Keita. Tras el saqueo de la morada, secuestran tanto al jefe de Estado como al primer ministro. Ambos son retenidos en el cuartel de Kati. El día finaliza con la dimisión del presidente, el nombramiento de un Comité nacional de salvación y un presidente de facto, el coronel Assimi Goita, que afirma querer poner en marcha una transición a la democracia.

Todos estos acontecimientos suceden con el apoyo de los ciudadanos: en Bamako, los manifestantes que ese día se habían reunido en la Plaza de la Libertad reciben con vítores la llegada de los militares. La falta de resistencia popular y de derramamiento de sangre asemejaron el golpe, según publicaba El País, a una “rebelión popular fruto del hartazgo de un país que se deslizaba sin freno por una profunda crisis de múltiples rostros”.

Lo que precedió al golpe

La República de Mali lleva años en una situación constante de inseguridad y malestar político. Una de las principales causas es el yihadismo: la mayor parte del país ha sido ocupada por distintos grupos terroristas. De hecho, se calcula que el Gobierno no controla más de un tercio del territorio maliense. La situación es tal que el pasado 25 de marzo el líder de la oposición, Sumalia Cissé, fue secuestrado. Esta expansión del terrorismo ha dejado a un Ejército desmotivado y una sensación de incapacidad política en la población.

Aunque la percepción de la corrupción en el país ha mejorado, sigue siendo un problema importante del país. Durante los siete años que el presidente Boubacar Keita ha pasado en el poder, se asociaron a él diversos casos de corrupción. Sin embargo, la respuesta judicial ha sido insuficiente. Al descontento político se unen otros factores como el paro (40% de desempleo juvenil), el colapso de la educación y la sanidad o la inseguridad ciudadana.

Finalmente, el pasado 19 de abril, se celebraron elecciones parlamentarias. La pandemia del Covid-19, el clima de violencia y el reciente secuestro del líder opositor dieron como resultado una participación mínima (un 35’33% acudió a las urnas). Aun con ello, el partido de Boubacar Keita, Asamblea por Mali (RPM) obtuvo la victoria con 43 escaños. No obstante, el Tribunal Constitucional cambió los resultados provisionales y otorgó 10 escaños más a RPM, dándoles una mayoría indiscutible en el Parlamento y aumentando el descontento ciudadano.

El hartazgo maliense se fue reuniendo en torno al imán Mahmuud Dicko. El líder religioso ya se había hecho notar en otras ocasiones, protestando contra un manual escolar porque hablaba sobre homosexualidad, o contra la aprobación de una ley que hubiera aportado más derechos a las mujeres. Ahora, bajo su dirección se han realizado desde el 5 de junio diversas manifestaciones multitudinarias por la capital. Los ciudadanos piden la dimisión de su presidente y claman contra un sistema corrupto, ineficiente e incapaz de resolver los problemas del país.

La respuesta internacional

La primera reacción desde el exterior fue el rechazo a la sublevación militar. El golpe de Estado ha sido condenado por distintas organizaciones internacionales como la ONU, la Unión Europea y la Unión Africana. Desde Europa, se suspendieron sus misiones militares en Mali, que se reanudarán una vez normalizada la situación. Las medidas más duras han venido por parte de las organizaciones regionales: tanto la CEDEAO (Comunidad Económica de Estados de África Occidental) como la Unión Africana han suspendido al Estado maliense de todos sus organismos de decisión. Los países de esta Comunidad Económica  han cerrado también sus fronteras con Mali. Entre otras sanciones, la CEDEAO decretó un embargo comercial parcial al país.  Además, se exige a los líderes del golpe que acepten un Gobierno de transición dirigido por civiles. Este debería terminar en un año, cuando se proclamarían elecciones democráticas.

Un nuevo obstáculo para la migración

La República de Mali supone un punto clave en una de las dos rutas migratorias principales: la Ruta del África Occidental. Miles de personas procedentes de Senegal, Gana o Costa de Marfil entre otros cruzan el país con intención de llegar a Libia o Marruecos y, posteriormente, a Europa. De él también emigran una gran cantidad de personas cada año (un 6’4% de su población en 2019).

Sin embargo, la zona del Sahel se ha caracterizado en los últimos años por una inseguridad creciente debida, en gran parte, a la presencia del yihadismo. En este aspecto, Mali sería el epicentro del terrorismo islámico, con varios grupos fundamentalistas actuando impunemente en el territorio. Esta situación hizo que la Unión Europea activase en 2013 la Misión de Entrenamiento de la Unión Europea en Malí (EUTM Mali), con el fin aportar entrenamiento militar al Ejercito maliense.

El nuevo golpe de Estado ha complicado aún más los flujos migratorios de la región. A los peligros asociados a estas rutas (violencia física, tráfico de personas, robos…) se les une la suspensión de las misiones europeas y el cierre de las fronteras con los países vecinos. Aun con el apoyo ciudadano, Mali continúa en una situación de gran inestabilidad cuya solución aún parece lejana.

 

Autora: Lydia Hernandez Tellez

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