“Mataban a los niños en las calles. Disparaban contra mujeres embarazadas.
Todo el mundo estaba aterrorizado”.
Bala, refugiado nigeriano.

A principios de 2020, la crisis de seguridad en Nigeria entró en su sexto año. Desde que los ataques armados del grupo islamista Boko Haram comenzasen a extenderse sobre la frontera noreste de Nigeria en el año 2014, la cuenca del Lago Chad se ha convertido en el teatro de operaciones de un conflicto regional devastador. Más de tres millones y medio de personas han sido desplazadas, incluyendo a casi tres millones de desplazados internos, o IDP, en el noreste de Nigeria.

Sin embargo, las repercusiones humanitarias del conflicto no acaban ahí; más de medio millón de desplazados internas se encuentran repartidos en Camerún, Chad y Níger. La crisis ha sido exacerbada por el hambre derivada de la destrucción de las pocas y precarias infraestructuras existentes. Los indicadores relacionados con la desnutrición han alcanzado niveles críticos en todos los países de la región. A pesar de los titánicos esfuerzos de los respectivos Gobiernos y de la ayuda humanitaria enviada a lo largo de los últimos meses, alrededor de tres millones de personas sufren una inseguridad alimentaria en la región del lago Chad como consecuencia directa de la violencia fundamentalista y dependen en sus modus vivendi de la asistencia humanitaria más básica para sobrevivir.

Las condiciones sistémicas de inseguridad e inestabilidad socioeconómicas que enfrenta la región del Sahel dificultan de manera considerable la solución definitiva de los problemas que surgen como ramificaciones de la actividad terrorista. La pobreza cronificada, las condiciones climáticas severas, las epidemias recurrentes, la infraestructura prácticamente inexistente y el acceso limitado a los servicios más básicos suponen un lastre para que la región consiga salir de la espiral de violencia desatada por los grupos armados de la región.

Si bien es cierto que las Fuerzas Armadas Nigerianas, entrenadas gracias a los esfuerzos de la Fuerza Multinacional Conjunta destacada en la región, han expulsado continuado su labor de manera lenta pero constante expulsando a los extremistas de muchas de las áreas que controlaban, estos avances han sido progresivamente opacados por el aumento de los ataques en países vecinos y la atomización del enemigo en una complicada lucha de guerrillas.

A pesar del paulatino retorno de un importante número de desplazados internos nigerianos, la gravedad de la crisis parece no haber disminuido. Aunque los militares nigerianos han recuperado el control en partes del noreste del país, los civiles en Nigeria, Camerún, Chad y Níger siguen siendo afectados por graves violaciones de los derechos humanos, violencia sexual y de género generalizada, reclutamiento forzado y atentados suicidas.

Desde el 2004, más de 27.000 personas han muerto a manos de Boko Haram únicamente en Nigeria. En 2018, los ataques terroristas, asesinatos y secuestros perpetrados por el grupo terrorista arrasaron los hogares de millones de personas que han tenido que desplazarse en busca de un lugar seguro donde refugiarse.

«La gente busca seguridad de los ataques indiscriminados por parte de grupos armados organizados contra hombres, mujeres y niños», denuncia el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Babar Baloch, que subraya informaciones recientes de «secuestros, torturas, extorsión, asesinato, violencia sexual y destrucción de bienes materiales».

Lo cierto es que el deterioro de la situación en la provincia de Sokoto va bastante más allá de lo que los informes primarios describen. La situación de las fronteras es de tal fragilidad que los combates pueden ser considerados transfronterizos, y muchos de los refugiados alcanzan los campamentos siendo perseguidos. Los asaltantes suelen tomar rehenes para advertir a las comunidades tribales indefensas de las consecuencias y para exigir el pago de rescates. Las consecuencias psicológicas que para estas comunidades tienen los ataques con machetes o la violencia sexual son verdaderamente devastadoras; más inclusive si los campamentos son vulnerables a incursiones nocturnas.

Este último pico de violencia no está, como señalamos,  ligado únicamente a la actividad de Boko Haram. Las causas de la huida se revelan múltiples; choques entre granjeros y pastores de etnias diferentes; existencia de grupos parapoliciales insurrectos o secuestros a cambio del pago de rescates en los estados nigerianos de Sokoto y Zamfara son alguno de los ejemplos que ayudan a entender las extensas ramificaciones de la precaria situación de la región. Lo cierto es que la gente que huye de Nigeria y llega a la vecina Níger, refiere haber sido testigo de actos de violencia extrema contra civiles como ataques con machete, raptos o violencia sexual. La mayoría de los recién llegados, cabe decir, son mujeres, niñas y niños.

Las mujeres son víctima predilecta de los grupos violentos. A menudo son usadas como armas en una brutal guerra de guerrillas. Esta situación para mujeres y niñas nigerianas se suma a los riesgos de vulneración de otros derechos humanos que ya se dan de por sí en la zona: mutilación genital femenina, tráfico sexual, violencia de género y falta sistémica de oportunidades ocupacionales.

Qué duda cabe de que mantener el distanciamiento social o lavarse las manos con frecuencia, las medidas más elementales frente al coronavirus son todo un lujo para los refugiados y desplazados de la región. En los últimos 10 años los habitantes de Nigeria han padecido también brotes de malaria, sarampión, cólera y desnutrición severa entre otros, y ahora se encuentran seriamente amenazados por la pandemia, los que demandará atención médica especializada, pero también recursos de los que actualmente no disponen como agua y jabón.

Muchos de los refugiados o desplazados en poblados son muy vulnerables, y ya padecen males endémicos en esos asentamientos superpoblados, como infecciones en el tracto respiratorio o enfermedades transmitidas por los pocos bienes de consumo que logran obtener. Esas brechas, combinadas con los niveles de hacinamiento, los problemas endémicos de la zona como la falta de infraestructuras, subrayan la vulnerabilidad extrema de la población. No hay duda del peligro que representa para todos ellos la actual pandemia; pero no podemos dejar de poner en contexto el prolongado sufrimiento de la región durante la última década.

 

Autor: Miguel Garcia Martin

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